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22 March 2010

Mi vecina la psicóloga II

Hoy le pagué a mi psicóloga. No diré la cifra porque no hay que hablar de plata, decía mi abuela. Me reconozco elegante y educado, por sobre todas las cosas. Suaves como las hojas muertas de los árboles en el otoño que acaba de nacer, los billetes de cien se desprendían de mis manos en silencio. Eran también billetes muertos? ¿A dónde irán a parar? Tal vez ya estén en manos de alguna cajera de supermercado chino o en la veterinaria. Mi psicóloga tiene un perro que, oh casualidad, siempre se pone a ladrar cuando faltan cinco minutos para terminar mi sesión. Me hace acordar a cuando era chico. La viejita dulce y buena, dueña del departamento donde vivíamos con mi familia, llamaba todos los primeros de mes para ver cómo andábamos y si necesitábamos algo.
Mi psicóloga, una única vez, algo avergonzada por los insistentes ladridos agudos que venían de otro cuarto, se excusó: “es así, sino lo saco cada una hora se vuelve loco”. No agregué nada más como para no perder segundos de mi sesión hablando de su canino. Pero María debe ser algo culposa, pensé.
Si fuera presidente, una de mis primeras medidas sería prohibir los perros en departamentos. La luna de miel que goza todo mandatario al asumir hay que aprovecharla para tomar medidas antipáticas. Chau pichicho!

Como les decía, hoy le pagué marzo, ya que hasta mediados de abril no nos volveremos a ver. La despedida fue como todas, salvo un “buen viaje” de rigor. En ese momento pensé: ¿y si se cae el avión? ¿y si me secuestra un comando palestino en Francia? “Lalo, uno no sabe lo que puede pasar hasta que lo intenta”, me había dicho ella minutos antes y por otro tema, en pleno climax de la sesión.
Hoy llegué algo dormido por culpa de tres mosquitos insistentes, pero la sesión fue levantando. Siempre van de menor a mayor: el climax se logra entre las 8:35 y las 8: 45 y vuelve a bajar apenas justo antes de terminar. Durante los minutos de climax mi voz ya no tiene rastros de carraspeo. Incluso puedo llegar a levantar el tono si es necesario y hasta gesticular con énfasis. Pero siempre se produce lo mejor casi sobre el final. A veces, envalentonado, le sigo hablando mientras nos paramos y caminamos a la puerta. Incluso he llegado a hablarle mientras la puerta del ascensor se iba cerrando, mientras ella me miraba con un dejo de lástima. Allí adentro no me importa ser patético. Para nada. Me asumo sin culpas como un paciente bilardista: durante esa hora busco sin descanso el resultado por sobre el juego bonito.
Es que el objetivo de las sesiones es lograr irte con algún pensamiento, idea o reflexión nueva. Ahí es cuando la sesión “se garpa sola”, como dicen ahora los pibes.
Pero mi abuela decía que no hay que hablar de plata.

Hasta la próxima sesión.

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15 March 2010

Mi vecina la psicóloga

Desde hace varios meses que mis lunes arrancan muy temprano. A las 8 en punto estoy sentado frente a mi psicóloga con cara de dormido, la voz muy ronca y con muy pocas ganas de hablar. Pero ya estoy acostumbrado y después de tantos años de terapia (con otro psicólogo), ocurre algo parecido: cuantas menos fichas uno le pone a esa sesión, mejor resulta y te vas con más certezas (y más preguntas, lo cual siempre es positivo).

Hay un detalle importante: mi psicóloga atiende en mi edificio. No tengo que trasladarme por la calle para llegar puntual. Con salir de mi casa 7:59, llego perfecto. Tengo que bajar hasta el lobby del edificio e ir hasta el otro ascensor (el del ala “A) y de ahí subir unos pisos. Siempre que bajo el portero Luis (“encargado”, según él), un paraguayo entusiasta con la selección de fútbol de su país, ya está limpiando o baldeando la vereda. Todavía recuerdo su cara la primera vez que me vió bajar dormido de un ascensor a las ocho de la mañana y meterme en el otro para, a la hora, volver a bajar al hall de entrada. “A quién se estará comiendo a esta hora” fue su pregunta en robusto silencio guaraní.

Vivir en el mismo edificio que mi psicóloga tiene un sólo beneficio. Y es el más obvio: la cercanía y la comodidad que implica no trasladarme para llegar a horario. Una contra es preguntarme siempre si iría a terapia religiosamente todos los lunes si ella atendiera en otro lugar, supongamos, a diez cuadras. Seguro que a las ocho de la mañana no iría ni con riesgo de internación en el borda.
Otro detalle importante: mi psicóloga, vamos a llamarla prudentemente María, no sólo atiende en mi edificio. También vive allí. Por eso me la crucé fuera del horario de terapia varias veces. Casi siempre cuando saca a pasear a su perrito y sólo nos cruzamos un respetuoso y educado “hola, que tal”. Una vez le dije “nos vemos el lunes”, pero no volví a repetirlo porque me pareció muy confianzudo y se acercaba peligrosamente a una especie de cita.
María es una señora elegante y no me acuerdo cuál es su apellido.
Una tardecita me la crucé abajo cuando yo llegaba, mientras en el hall del edificio otros vecinos discutían acaloradamente. Reunión de consorcio. María estaba sentada en el piso de marmol marrón claro, en uno de los dos escaloncitos que hay en el hall. No digo que su imagen se me cayó… pero la vi de otra manera. Ella no discutía. ¿Analizaría en silencio el comportamiento de mis vecinos? Por las dudas, yo apuré el paso y apenas la saludé con la cabeza sin decir nada. No quería interrumpir su terapia.
También, sin buscarlo, aquel día me hice con otro dato de su vida: es propietaria. Tiene un perrito y es propietaria.
Una vez soñé que el edificio se incendiaba en el medio de la noche y todos los vecinos salíamos a la calle con lo puesto: cazoncillos, pijamas, camisones. Y entre los vecinos, los curiosos y los bomberos, estaba María, asustada e indefensa. Como estoy yo cada lunes a las ocho.

Vamos a dejar acá. ¿La seguimos el lunes que viene?

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27 February 2010

Psicología, Psicoanálisis y Felicidad en Argentina

Mapa Mundial de la Felicidad (Rojo Oscuro = Más Happy)

Por Taos Turner

Maradona, Malbec, lomo, tango y dulce de leche son algunas de las genialidades que siempre se asocian con la Argentina. El país es famoso también por ser un lugar donde la gente se fascina por la psicología, o al menos algún tipo de terapia.

Según el folklore de los medios, Buenos Aires tiene más psicólogos o psicoanalistas per capita que cualquier otro lugar del mundo. Puede ser que sea cierto. No sería difícil de creer dado la cantidad que amigos que tengo que van a terapia. No sé cuántas veces has escuchado decir algo como esto: ?Dale, vamos al cine, pero tengo el psicólogo a las siete, así que vamos más tarde.?

Mi vieja era psicóloga y catedrática de psicología en los EEUU. Entiendo que la psicoterapia puede servir para muchas cosas, que puede ser una gran ayuda para mucha gente. Puede ser algo muy positivo y es sano que la gente la vea como algo positivo, no como en los EEUU, donde mucha gente ? mas que nada los hombres ?jamás reconocerían públicamente que van al psicólogo. No querrían admitirlo por temor a ser visto como alguien débil mental o emocionalmente.

En la Argentina la terapia que impera es el psicoanálisis, la disciplina creada por ese increíble genio austriaco Sigmund Freud.

Pero por más creativo y inteligente que fuera – Freud tuvo muchos aciertos – también tenia unas cuantas ideas que eran poco científicas, suposiciones subjetivas basadas más en su propia experiencia que en estudios controlados, cuidados y criticados por colegas mas objetivos.

Actualmente, los mejores psicólogos utilizan una batería de técnicas y practicas para tratar los distintos problemas que tienen sus pacientes. Son mucho más amplios con sus clientes y no están casados a las distintas ?escuelas? o ?corrientes? que suelen aparecer en los medios como las pilares de la psicología.

Hoy cualquier psicólogo recibido en una buena universidad sabe que el psicoanálisis tiene sus límites. Sabe además que los distintos desafíos que pueden tener los pacientes requieren distintos tipos de terapia.

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