Por Carolina Aguirre de Bestiaria
Hace quinientos años, para algunos contemporáneos, William Shakespeare era sólo un empresario teatral. A lo sumo un dramaturgo, pero jamás un poeta o un intelectual. Y mucho menos un artista. Era un hombre de negocios que hacía dinero con unos espectáculos populares que el público vulgar aplaudía mucho.
Después de un tiempo, sin embargo, cuando el teatro se sacudió el título de novedad, ganó autores, validó su lenguaje y el mundo le perdió el miedo, el género (y Shakespeare, claro) por fin pudieron consolidar su prestigio.
Pero curiosamente, unos siglos más tarde, cuando el teatro ya era mayor y el cine hizo apareció ?juvenil y desafiante? en vez de recibirlo con los brazos abiertos, le dio vuelta la cara. Le hizo lo mismo que le habían hecho cuando era joven: lo llamó artilugio de feria, entretenimiento superficial, una distracción para la masa ignorante y ociosa. Hasta la década del cuarenta, sin ir más lejos, todos los escritores que se iban a trabajar como guionistas a Hollywood eran considerados mercenarios que, cansados de ser pobres, vendían su arte al mejor postor.
Pero lentamente, (y sobre todo en los años sesenta, con los jóvenes críticos de la Nouvelle vague) el mundo terminó por aceptar que detrás de los estudios de cine había artistas con poéticas individuales; autores que escribían con la cámara, que iniciaban un nuevo lenguaje. Y los directores dejaron de ser técnicos jugando con una camarita y empezaron a ser los responsables de una obra de arte colectiva.
Pero cuando el cine creció no hizo las cosas mejor que el teatro. En vez de aprender de su propia experiencia, puso a padecer el mismo desprecio a la televisión. Sin ir más lejos, hasta unos años, el cine era un arte y la televisión un producto y un actor de tele era mucho menos actor que uno de cine. ¡Y ni hablar de un espectador! ¡Hasta el día de hoy ver tele es cosa de vagos e ir al cine es cosa de cultos!
A la larga, sin embargo, como en los casos anteriores, la televisión ocupó el lugar que tenía que ocupar. Las historias salieron del estudio, las cadenas invirtieron millones de dólares en nuevas producciones, surgieron nuevos artistas que venían de otros medios (de los videoclips, de la publicidad, e incluso del cine) y las series empezaron a contar buenas historias. El público, además, legitimó este nuevo status alquilando series en vez de películas en el videoclub.
Con un impacto menor (¡Será novedoso, pero convengamos que no es el cine!) y cierto encanto marginal, desde hace un tiempo el blog empezó a jugar con otros medios y otros lenguajes. Pero como antes lo hicieron el cine y la literatura, muchos intelectuales y profesionales de otros medios todavía lo miran con desconfianza, lo rechazan o lo ponen más cerca de la mensajería instantánea que de la escritura. ?Que no hay editores?, ?Que hay dos millones?, ?Que es demasiado amateur?. Hay argumentos para todos los gustos. Pero nadie se da cuenta que escribir es escribir; que la herramienta es lo de menos. ¡De hecho, todos usamos una computadora! ¡Nos separa, en todo caso, un pedazo de papel! La única diferencia entre escribir en un blog y en un formato tradicional es una impresora.
Lo nuevo no es mejor ni peor. Sólo es nuevo. Ya abandonemos el debate sobre la herramienta y empecemos a hablar de quienes la están usando bien ¿Qué importa si hay dos millones de blogs? ¡Hablemos de los cien que están buenos! Me dirán loca, me dirán exagerada pero la historia me da la razón? ¿Se preguntaron qué pasaría si dentro de unos años descubrimos a un Shakespeare con blogspot? ¿A un Alfred Hitchcock en Youtube? ¿Qué vamos a hacer? ¿Tampoco los vamos a dejar jugar porque no tienen impresora?
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