(Artículo publicado en la revista Wobi de abril/mayo de 2015)
por Leandro Zanoni
Es un círculo vicioso. Cuanto más grandes son las ciudades, más cantidad de personas generan más toneladas de basura por día. Al mismo tiempo, crece el negocio y los intereses alrededor de la recolección, el reciclaje y la contaminación de los residuos. Qué hacer con la basura es una de las preocupaciones más importantes que tienen las principales ciudades actuales. Cuanto más desarrollo, riqueza y consumo logran, más desechos generan. El problema aumenta. Según el informe What a Waste del Banco Mundial de 2012, cada día se generan 3,5 de toneladas de residuos sólidos pero una proyección para 2025 indica que ese número trepará a más de 6 millones de toneladas diarias.
En Latinoamérica, Brasil y México son los países que más toneladas de desechos producen, mientras que Uruguay se ubica entre los que menos.
Las ciudades más avanzadas comprendieron hace más de una década que la basura es un recurso muy útil para reciclar y para generar energía, entre otros beneficios.
Especialmente en el rubro electrónica la basura no deja de aumentar. En 2014 se vendieron en el mundo casi 90 millones de televisores de pantalla plana y 2000 millones de smartphones. Por culpa de internas políticas, en la Argentina todavía no se aprobó el proyecto de Ley de Basura Electrónica que desde 2008 intenta lograr que las empresas tecnológicas se hagan cargo de 130 toneladas de Residuos de Aparatos Eléctricos y Electrónicos (RAEE), aparatos que cada año producen y venden en el país. Celulares, cámaras de fotos digitales, impresoras, heladeras, televisores, aires acondicionados, monitores, computadoras y una larga lista de productos. Pero también hay que contabilizar las pilas y baterías. En 2012, Argentina desechó 400 millones de ambas que, además, contaminan el medioambiente.
Los RAEE también poseen elementos tóxicos como el plomo, mercurio y amianto. Además de contaminar, estos elementos representan altos riesgos para la salud de las personas. Su tratamiento es complejo y requiere una regulación especial similar a la que reciben otros residuos peligrosos.
Los aparatos electrónicos poseen un 95% de componentes reutilizables y reciclables (plásticos, metales, aluminio, cobre, oro, níquel, estaño de las placas). Trabajar sobre este ítem es fundamental porque reduciría la extracción mediante la minería a cielo abierto y un ahorro en el consumo de energía, además de bajar las emisiones de dióxido de carbono (C02), que genera el efecto invernadero.
Vamos al ejemplo del oro. El 90% de lo que se extrae en las minas va a parar a acopio (guardarlo como inversión) y joyería. La industria tecnológica consume 300 toneladas por año de oro, con lo cual, según datos de la Secretaría de Minería de la Nación en Argentina (mineria.gob.ar), las actuales reservas podrían abastecer a la industria tecnológica durante los próximos cien años. Pero el oro presente en los smartphones, por ejemplo, va a parar directo a la basura cuando se podría reciclar.
Tampoco existen campañas de comunicación y educación para generar conciencia en la población. La enorme mayoría de los consumidores de tecnología no saben qué hacer con la basura electrónica una vez que los dispositivos ya no sirven o se los reemplaza por modelos más nuevos. Ni los gobiernos ni las empresas (que venden millones de esos productos) invierten en campañas educativas sobre el tema.
El documental “La tragedia electrónica”, estrenado en España a mediados del año pasado, se inmiscuye en el tráfico y reciclaje ilegal de residuos electrónicos. Se puede ver completo en YouTube. Fue realizado por la alemana Cosima Dannoritzer, quien ya se había ocupado de estos temas en el lúcido y premiado documental ?Comprar, usar, tirar? (2011) sobre la obsolescencia programada para que los productos duren menos. El mensaje de Dannoritzer es claro: los países del tercer mundo se están convirtiendo en los basureros del mundo rico. El 75 por ciento de la basura electrónica del mundo se exporta de forma ilegal desde Estados Unidos (que se negó a firmar la convención de Basilea, que desde 1992 prohíbe la exportación de desechos peligrosos) y Europa a países africanos y asiáticos como Ghana, India y China, donde en la mayoría de los casos, su tratamiento es poco seguro para las personas y contaminan el suelo, el aire y el agua donde se entierran los desperdicios.
Guiyu, un pueblo muy pobre de 150 mil habitantes ubicado en la provincia china de Cantón, es considerado el basurero más grande del mundo. Los países ricos pagan hasta diez veces menos de lo que deberían pagar por lo mismo en Europa para enviar y desmantelar allí sus basuras electrónicas que ya no usarán. El lugar, de 52 kilómetros cuadrados, es un verdadero desastre ecológico con niveles de plomo que superan hasta 300 veces a otras ciudades. Casi el 90% de los niños tienen altísimos niveles de plomo en la sangre, lo que les provoca daños cerebrales y pulmonares irreversibles.
Dannoritzer asegura en su documental que el tráfico ilegal de la basura ya moviliza más millones que el narcotráfico.
Pero no todas son noticias desalentadoras. La ciudad de Oslo, capital Noruega con 1,4 millones de habitantes, logró transformarse en una ciudad 100% limpia que, además, convierte en energía las 300 mil toneladas de basura generada en los hogares cada año. Las plantas donde procesan los residuos generan calefacción para la mitad de los hogares de la ciudad. También cuentan con lectores ópticos calibrados para diferenciar las bolsas de diferentes colores (azules, verdes y blancas) que los ciudadanos reciben gratis para separar la basura. El 80 por ciento de la basura se recicla y el resto se incinera y se convierte en ceniza que termina enterrada en rellenos sanitarios. Y lo más sorprendente es que, desde hace unos años, las plantas de tratamientos en Oslo tienen capacidad ociosa, por lo que decidieron importar desperdicios desde distintos municipios en Inglaterra. Cobran 30 dólares por tonelada, que luego generan aún más energía que ellos mismos utilizan. Es decir, cobran para beneficiarse. Superado el tema de la basura, los oslenses van por más: para 2030 aspiran a reducir el uso del petróleo y llegar a la mitad de la emisión de gases de efecto invernadero (CO2). ¿El objetivo? Ser la ciudad más verde del mundo.
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