14 July 2011

La tinta es lo de menos

Aunque digan que está pasada de moda y que en la era de los mensajes de texto ya no es necesaria, la lapicera de pluma está lejos de desaparecer. Un mundo gira a su alrededor con una rica historia, piezas únicas, millones, sentimientos y hasta una Asociación de Coleccionistas.

Cuando le preguntaron a Adolfo Bioy Casares sobre su relación con la tecnología moderna, el autor de ?La Invención de Morel? sacó en silencio una lapicera fuente de su bolsillo y dijo: ?Aquí está mi máquina?. La historia de las lapiceras estilográficas está plagada de casualidades y anécdotas. Desde fines del siglo XIX, en diferentes lugares de Estados Unidos y Europa, varios creadores (cuyos apellidos después serían las marcas de sus productos) fueron descubriendo y registrando diferentes sistemas de carga y almacenamiento de tinta. Todos querían solucionar los problemas que provocaba el uso de las plumas antiguas de ganso con incómodos tinteros.
En 1884 un vendedor de seguros de Nueva York estaba a punto de firmar un contrato con un cliente importante, pero la pluma lo traicionó y perdió el negocio. Tras el incidente, dejó todo para concentrarse en el desarrollo de una pluma confiable. Entonces fabricó ?The Regular?, compuesta por cinco partes: pluma, alimentador, boquilla, cuerpo y capuchón. Así evitaba la sequedad y también los excesos de tinta. El vendedor de seguros patentó el invento a su nombre: Lewis Edson Waterman.
También, casi por azar, un tal George Parker inventó su sistema de lapicera con un tanque de aire que perfeccionaba la tecnología conocida hasta el momento. Era un maestro cansado de la desprolijidad de los exámenes de sus alumnos, atiborrados de manchones de tinta. Años más tarde, su apellido se convertiría en sinónimo de lapicera.

La estilográfica tuvo su edad de oro durante las décadas del ´20 y ´30 del siglo pasado. Con la ayuda del plástico, se fabricaron modelos en varios colores que se vendieron masivamente. La industria floreció: para escribir ya no era necesario los tinteros, plumines y esas incómodas plumas. Por eso durante la Primera Guerra Mundial los soldados usaron lapiceras para escribirles cartas a sus madres, novias y amantes. Pero en los años `50 la industria tembló con la rotunda aparición de su peor enemigo: la birome. Más práctica y más barata aún que la lapicera, la creación de Laszlo Biró (húngaro nacionalizado argentino) jaqueó a la pluma, y su uso fue mermando con los años.
Aunque en muchos colegios su uso todavía es obligatorio, parecería que la lapicera quedó relegada a un símbolo de status y poder. Se usa para firmar documentos importantes como acuerdos entre países, escritura de propiedad, actas de matrimonio, contratos, etc. La razón es legal: la pluma marca para siempre al papel, fundamental en una pericia caligráfica.
La lapicera también sirve para satisfacer los caprichos de coleccionistas y alimentar el negocio en el mundo. Por eso los grupos económicos que aglutinan marcas ligadas a la sofisticación y el alto nivel (como Cartier, Dunhil, Louis Vuitton, Dupont), se disputan las marcas de lapiceras encendedores, relojes, perfumes y joyas: Montblanc, Montegrappa, Parker, Waterman, Lamy y Pelikan y varias más.

Con la pluma y la palabra

El negocio de las marcas es más bien simple: lanzan lapiceras en serie o ediciones limitadas. Estas últimas, apuntadas a coleccionistas, se fabrican en cantidades fijas y van aumentando su valor a medida que pasa el tiempo. Una edición en homenaje a Miguel Ángel tallada en mármol, por ejemplo, cuesta 18 mil dólares y sólo se hicieron 18 piezas. En pocos años, su valor será el que lo paguen.

Pero hay ediciones que se consiguen pagando de mil a diez mil dólares y van desde homenajes a Ernest Hemingway, Edgar Alan Poe y Agatha Christie (cuyo clip en el capuchón es una cobra en forma de ese) hasta James Bond y Star Wars. Pelikan, por ejemplo, sacó una línea especial de lapiceras que representan ciudades como Nueva York, Madrid y Berlín, entre otras. Y Montblanc tiene una colección dedicada a Mozart y Chopin.
La Argentina representa un buen mercado para este hobby. Hay una buena cantidad de fanáticos y no menos de cinco locales exclusivos de venta y reparación de lapiceras. En 1936 Roberto Nencini abrió ?Casa La Lapicera?, el primer local argentino de artículos de escritura. Hoy lo atiende su hijo Carlos, quien hace dos años fundó la Asociación de Coleccionistas Argentinos de Lapiceras (ACAL), un grupo de personas que se reúnen una vez al mes para intercambiar información y mostrar sus joyas con orgullo. Entre los que asisten a las reuniones de ACAL hay de todo: abogados, ingenieros, coleccionistas privados y hasta un juez de la Corte Suprema. Se sabe que el periodista Mariano Grondona tiene predilección por las Dupont y Natalio Echegaray, el escribano general del gobierno de Kirchner, es un ávido coleccionista.
?El origen del fanatismo depende de cada persona, hay de todo. En mi caso viene por historia familiar. Mi padre se dedicó toda su vida a este negocio y yo desde que nací estuve rodeado por lapiceras?, cuenta Nencini a los 55 años. ?Es imposible no sentir esta pasión. Son bellísimas. Todos los materiales, la terminación, los bronces, los aceros, la decoración. Son diseñadas por artistas. Hay muchas piezas para ver en cada una: los sistemas de carga, su fabricación, la parte ergonométrica para que resulte cómoda. La pluma es la única que trasmite tu personalidad. La letra sale diferente según la presión sobre el papel y la forma de agarrarla. Por eso la lapicera jamás se presta, porque la pluma se adapta a la forma de escribir de cada uno. Además, ¿con qué se escriben las cosas importantes de la vida?? se pregunta.
Entre las casi 500 lapiceras que alberga Nencini en su local del microcentro, se encuentra una Parker Dufould de 1916 y una Waterman con un sistema de palanca de principios de siglo, que sale alrededor de dos mil pesos. ?La que más me impactó es la Montblanc con 4810 diamantes en honor a la altura del monte. Cuesta 170 mil dólares?, dice.
Aunque detrás hay un negocio que mueve millones, también están aquellos que se acercan a restaurarlas motivados por el sentimiento. La lapicera del primario o las que se traspasan de generación en generación pueden no valer por el modelo ni por sus materiales, pero significan mucho. Como aquella emotiva escena del film ?Una mente brillante?, donde los alumnos universitarios de John Nash (el personaje interpretado por Russell Crowe) le entregan sus lapiceras para rendirle reverencia y agradecimiento. Nencini cuenta su propia escena: ?Cuando me recibí de licenciado, mi padre me regaló una Sheafer PFM (Pen for men) con mis iniciales grabadas en el capuchón. Y años después, se la regalé a mi hijo cuando se recibió, con sus iniciales debajo de las mías. Ojalá que él haga lo mismo con mi nieto. ¿Cuánto valor puede tener esa lapicera? Es incalculable?.

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5 thoughts on “La tinta es lo de menos

  1. Anonymous

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